Demasiado blindaje
Para algunos, la moneda está en el aire. Para otros, nunca
lo estuvo. Y, aunque la discusión sobre la validez de la pasada elección
presidencial no termina, considero que se ha perdido el foco de uno de los elementos más relevantes que descubre. Dejaré de lado ciertos aspectos dándolos
por ciertos para concentrarme en mi punto. El primero de éstos es que no cabe
duda de que, como mexicanos –no sólo el Instituto Federal Electoral por sí
mismo-, sabemos organizar los comicios. Me invadió una alegría mezclada con
nervios salir a votar y encontrar a mis vecinos entregando boletas y marcando
credenciales. No dudo de su honestidad e inteligencia para contar. El problema
–o el agujero del sistema- no estuvo ahí. Tampoco negaré que nuestra
democracia, entendida desde el término más simplista de elegir popularmente a
nuestros gobernantes y nada más, ha avanzado y las reformas en ese sentido han
sentado bases importantes. Aunque hay mucho por hacer, tampoco es estrictamente
ése el meollo del asunto.
Reitero que lo que sucede aquí es un problema de enfoque.
Metaforizando un poco, en términos electorales en México sentimos que nos duele
el cuerpo y tomamos algo para la cabeza, cuando es sólo una parte de un todo
que es mucho más grande. Sujetándome al tema de nuevo, nos hemos concentrado –en el
romanticismo de quien considera que el gobierno y la ciudadanía en verdad
tienen un diálogo- en mejorarle las tuercas y el esqueleto al órgano electoral,
a los tiempos de campaña, a las crayolas, lápices, boletas, credenciales de
elector y, debajo de todo eso, hemos olvidado por completo a quien hace que
todo tenga sentido: el propio elector.
Leo con agrado que otras instituciones que organizan
elecciones en el mundo vienen a México a aprender lo que hacemos bien. No dudo
que hemos logrado una sofisticación sin comparaciones en cuanto a la
organización de una jornada electoral con tanta gente de manera simultánea con
el menor número de errores y brechas donde quepan trampas, falsificaciones o
fallas sistémicas. Sin embargo, se me antoja esto tan absurdo como construir un
cohete espacial de potencialidades bárbaras y meter como operador del mismo a
alguien que no puede conducir un automóvil convencional. No es su culpa,
simplemente no está capacitado.
Así mismo, el ejercicio democrático de elegir presidente no
es un volado ni algo que viene de nacimiento. Se trata de una de las decisiones
más importantes que tienen que tomar más de cien millones de mexicanos al mismo
tiempo un día cada seis años. No es trivial y por ningún motivo se trata de “al
fin que un voto no hace la diferencia”.
Esto es lo que ha estado frente a las narices de quienes
pretenden mejorar la democracia en México.
No entraré en discusiones conspiracionistas sobre si es el estado más
conveniente del pueblo para lograr sumisión u obediencia. El punto, para que a
mí tampoco se me escape, es que no estamos educados para elegir presidente. No
nos han enseñado cómo ser ciudadanos.
Las campañas sucias, la manipulación de la televisión y
prensa escrita, la intención de compra de votos y su reflejo en el
apelmazamiento de portadores de tarjetas en súper mercados, las boletas
duplicadas, rebase de topes de campaña, invasión de artículos inservibles con
la efigie de un candidato, son todos síntomas de una mala –o nula- educación
ciudadana.
Todos esos escándalos serían tan vergonzosos como absurdos
en una ciudadanía verdadera. Porque todos sabríamos que la carne –la médula- de
las elecciones no son obsequios ni recompensas para manos cortoplacistas.
Tampoco lo bien hecho o lo conmovedor de un comercial o lo bien parecida que es
la imagen de una o un candidato. Cualquier dádiva o distracción sería
insignificante si los ciudadanos entendiéramos que es un poder muy grande
elegir a nuestros gobernantes pero es más una responsabilidad civil.
Así, la trampa de la elección presidencial de julio de 2012
no estuvo en la duplicación de actas ni en un conteo equívoco. Tampoco en la
compra de votos mediante monederos electrónicos ni en las campañas negativas o
en los comerciales que le pegan al sentimiento telenovelero. Quienes supieron
ver el agujero en el sistema fueron más atrás, más profundo. La trampa no está
en la elección sino en el que elige.
La resignación y tristeza se borran rápido de mis palabras y
mi ánimo para transformarse, al menos en certidumbre. Lejos de reclamar y
lloriquear seis años, encuentro el punto de partida desde donde debiera
gestarse la transformación. La trampa siempre será más veloz que la norma. Las
máquinas que verifican la adecuada afinación de los vehículos son superadas en
su control una y otra vez por quienes buscan brincar la regla. Entonces no hay
que cambiar de máquina ni de operador, sino de dueño de vehículo. Pasa lo mismo
en nuestro tema. No hay que hacer mejores boletas ni votaciones por computadora
o traer a la guardia inglesa para que resguarde las boletas. Simplemente hay
que educar al que toma la crayola para tachar el logotipo a sabiendas de que,
en esa primitiva rúbrica carga con la esperanza, el futuro y la responsabilidad
de todo su país.